Tomates para Bubulina.

Tomates para Bubulina.


Cuento dedicado a Bubulina.

 

Hacía un calor de espanto en Mirandilla, el pueblo de los abuelos maternos de Pi, el abuelo y la abuela Martínez. En verano la familia pasaba el mes de agosto en la pequeña casita del pueblo, y por las mañanas Pi bajaba a “la finca”, como decía el abuelo Martínez, que no era otra cosa que un huerto donde correteaban media docena de gallinas y donde vivía el señor Gordaflor, un burro jubilado de color cascarilla de pistacho con ojos pintados de color café. Gordaflor ya no trabajaba; como decía el abuelo Martínez, ya lo había hecho bastante y los dos se pasaban las mañanas charlando, Gordaflor escuchando pacientemente y el abuelo relatando una y mil batallas, vividas, escuchadas o inventadas.

En la finca había un pequeño huerto, un caseto donde el abuelo guardaba las herramientas de labranza y manojos de cebollas colgadas a secar, donde había un par de banquetas y un mueblecillo sin muchas esperanzas de serlo, pues era una caja de fruta a la que el abuelo había añadido unas tablas más, un cajoncito y, como mucho, una modesta utilidad que, como suele pasar en el campo, le otorgó una utilitaria segunda oportunidad.

El abuelo Martínez despertaba temprano a Pi, con la fresca, y los dos bajaban desde el pueblo a la vega donde estaba la finca, caminando por la carretera y, luego de dejarla, por un sendero. El abuelo era buen contador de ilimitadas historias. Pi, como decía su madre, tenía que haber salido a él, pues el hombre siempre andaba con monsergas de cuando fue minero, aguacero, zahorí buscador de pozos, navegante, tratante de ganados, comerciante de carbón o vendedor de barriles de escabeches

–Pamplinas –decía la abuela Martínez–. No le hagas caso, chiquillo, que de labriego nunca pasó. –Pero Pi se lo creía y veía a su abuelo en cada una de aquellas gestas profesionales como el gran hombre que Pi pensaba que era.

De camino a la vega le contaba al nieto estas historias. Lo mejor del verano eran las mañanas del abuelo Martínez. 


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