Si, tengo un perro en la cabeza

Si, tengo un perro en la cabeza



El coche traqueteaba por una de esas carreteras locales con campos de trigo y cebada a los lados, un riachuelo bordeado de chopos, cunetas de zarzas espinosas y cagarros de vaca. La tarde, una de esas de mayo, merecía una nota alta: el cielo era azul y el sol pleno, pero sin quemar.

 El coche del papá de Pi era viejo. Al papá de Pi no le interesaban los coches modernos, le encantaban los coches antiguos. Lo que le importaba era que funcionase bien, y este lo hacía a las mil maravillas. Las ventanillas eran de manivela, y el equipamiento, como decía él, era muy ANALÓGICO. Incluso tenía cenicero, aunque nadie lo usaba para aplastar colillas, solo se utilizaba para guardar algunas monedas para los peajes.

 Los padres de Pi charlaban en los asientos delanteros. Mamá contaba algo de una vecina, después comentó algo interesante que venía en el periódico, y también habló de la novela que estaba leyendo. Papá decía “Sí, cariño”, o “¡Qué interesante!”, o posiblemente hacía un extraño ruido como diciendo muchas emes seguidas, lo suficiente para que ella se sintiese atendida y escuchada.

 Termofusión estaba hecho un ovillo gordo en el asiento de atrás, junto a Pi. En el trayecto desde la autopista a la vieja casa del pueblo al menos caerían un par de pedillos, que alborotaban la paz del interior del coche con quejas y mucho follón que a Pi le hacía reír. Le encantaba la palabra PEDO y todo lo relacionado con ella. En realidad, era un clásico.

Termofusión era un carlino regordete y vago, con problemas digestivos y adoración por Pi.

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