Salamandras en el jardin.
Pi se despertó pronto. Todo estaba en marcha, y Tía Esme ya preparaba un desayuno tempranero en la cocina mientras su novio Mellaomsven roncaba en la habitación de al lado como un serrucho noruego en acción. Papá y mamá ya se habían marchado. Se habían comprado un equipo completo de running y les había dado por correr como locos todas las mañanas por el parque. El abuelo Paco había ido a por los churros y la abuela Mirinda, aunque nunca lo admitiría, roncaba casi más que el noruego aserrador.
Pero Esme estaba tomándose un café despertador y preparando un desayuno energético para Pi: yogur con trocitos de almendra, nueces, mermelada de naranja de la abuela y plátano. Y además le había dado tiempo a preparar todo, pues ese día iban a trabajar juntas, Pi y Tía Esme.
Tía Esme era artista, escultora, y muy buena, además. Tenía un estudio en Coruña, donde vivía y hacía esculturas de animales y de personas. Pi se quedaba boquiabierto viendo las creaciones de su tía, y ese día Tía Esme y Pi iban a hacer el mejor disfraz del mundo.
Tía Esme le preguntó a Pi de qué quería que fuese el disfraz, y Pi dijo:
–Quiero ser el rey de las salamandras.
Desayunaron rápido, pero disfrutando de cada momento. Pi adoraba a su tía. Entre risas, Esme le gastó bromas al niño sobre cómo rellenar los almacenes de mundo de la risa para varios años. Cuando terminaron salieron al jardín. Tía Esme había preparado una mesa de trabajo y la pasta de papel maché, las pinturas, cintas de tela, tijeras, pinceles, cola y demás chismes y artilugios estaban perfectamente alineados, como si de instrumentos de un cirujano se tratara, mientras el carlino corría aterrado perseguido por la gata Catarsis, que bajaba de su tapia muy de vez en cuando solo para martirizar a Termofusión.
Todos los derechos reservados | Ignacio Junquera