Pi frog.
Era una noche tranquila, cálida, de esas de un verano joven, aún por junio. Pi se encontraba inquieto en su cama, incapaz de conciliar el sueño debido al canto ensordecedor de las ranas que resonaba en su habitación. Cada croar parecía penetrar en sus oídos como la alarma de un coche impertinente que decide cantar al paso de un camión de basura.
Los croares lo mantenían despierto en la oscuridad de su cuarto. Con un suspiro resignado, decidió enfrentarse al coro nocturno de enloquecidas ranitas y levantarse de la cama.
Tomó su linterna de petaca, un tesoro familiar que guardaba con cariño, se envolvió con su manta calentita con elefantitos y se deslizó sigilosamente fuera de la casa hacia el jardín iluminado por la luz de la luna. El aire fresco de la noche lo envolvía mientras se adentraba entre las sombras. Al pasar por la tapia del sauce llorón, la gata Catarsis lo saludó con un miau y algunas luciérnagas iluminaron tenuemente la espesura del jardín como estrellas en el firmamento. Pi de pronto pensó que igual no era tan buena idea. ¿Y si salía un monstruo, una gigantesca rana barítono que lo engullía mientras cantaba?
El croar coral de mil ranas se acercaba, o lo que es lo mismo: él se acercaba a las ranas. Sabía dónde estaban, casi podía llegar allí con los ojos cerrados. El abuelo Paco era muy aficionado a las plantas, y en especial a las plantas acuáticas, por eso al fondo del jardín habían construido un estanque artificial para su colección: lirios de agua, jacintos de agua, lentejas de agua, hierba de los patos, espadañas, colas de zorro, elodea, salvinia rotala...
Allí en el estanque del abuelo Paco, entre sus plantas, una miríada de croares se había adueñado de la tranquilidad de la noche.
Todos los derechos reservados | Ignacio Junquera