Tastamunda es una ciudad al norte, situada entre las montañas Berniculas y Almatorre, esa bahía helada donde nada pasa, excepto tukanes grises y palomas coloradas.
En Trastamunda gobierna, por decir algo y porque esto es un cuento, un bufón burlón, un niño eterno que nunca crecerá. Sus súbditos son elicobácteres y nanocitos, porcolirios de pelo largo, arañas panzonas con antenas de semáforo, raticortos rubicundos de laboratorio y Trigonómetros masquemurdos, de esos con el rabo a rayas, ojos bonachones y tristes y peinado a lo caracola.
El cogobierno corre a cargo de seres largos y estrechos, flácidos como algas colgonas, de brazos gomosos alejados, muy alejados desde el principio al fin. Sus dedos contadores tamborilean al son de las cuentas y sus piernas de la textura de un fideo blandorro tarantean sobre el suelo con sus zapatos de tacón rojos. Los cogobernadores tienen melenas lacias, amarillas, con las puntas de los pelos con rojos y negros pesitos de plomo para pescar. Esta situación peculiar, aliada con la gravedad, hace que se mantengan tensos como alambres de la luz.
El bufón burlón de Trastamunda tiene opiniones controvertidas, pues por norma general son contrarias a todo, todos y especialmente a cada uno. El bufón discute por naturaleza, con tuercas y tornillos, con remaches, con ataduras y nudos, discute y está siempre en desacuerdo con las palabras de otros, especialmente de los cogobernantes. Interpone sus pensamientos en los pensamientos de los otros, se anticipa, se opone, se impone y no se adviene. Los cogobernantes se irritan, se alteran y se apartan, pero vuelven, no lo pueden evitar, vuelven balanceándose, con un baile blando y curvilíneo, pero vuelven, y lo hacen con mil pendulitos de plomo balanceándose también, y finalmente se advienen a las consecuencias.
Todos los derechos reservados | Ignacio Junquera