Pi llegó del colegio muy contento: su maestra le había dicho que leía muy bien y le puso como deberes leerse para el día siguiente Las Aventuras de la ranita Catalina, un librito de 9 páginas con el sello de la biblioteca del cole impreso en la parte de atrás. El librito era ñoño y un petardo, y Pi se lo leyó en cinco minutos. La profe no sabía quién era Pi, o le estaba tomando el pelo.
Pi entró en el salón, donde el abuelo leía tranquilamente el periódico.
–Abuelo, si tuvieses que recomendarme un libro de aventuras, ¿cuál elegirías? –le preguntó.
–Hombre, seguro que uno de Julio Verne.
–Dime cuál, dime cuál.
El abuelo dejó a un lado el periódico y se dirigió a la librería. Sabía qué buscar. Allí estaban las obras completas de Julio Verne, en el tercer estante: un total de 54 novelas. Fue pasando el dedo por los lomos hasta que encontró lo que buscaba. Era un libro de los suyos, bellamente encuadernado. Lo puso de frente y sopló el lomo. Una nubecilla de polvo abandonó el libro, luego lo abrió y olió las páginas.
–Nunca me cansaré de oler el papel de un libro. Y se lo ofreció a Pi.
Pi leyó el título, Veinte mil leguas de viaje submarino, y después hizo lo mismo que el abuelo Paco: abrió el libro y lo olfateó. Notó ese olor que no se olvida y pensó que, como si de un buen vino se tratara, los mayores siempre olfateaban los libros. Le dio las gracias al abuelo y se marchó a su cuarto. Pi sabía que algo magnífico se avecinaba.
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