Niño elefante.
Pi estaba jugando a la brisca con la Porteña Maniaca, la araña que vivía en el tramo final de la escalera del desván, que estaba gorda y torpona porque Pi le suministraba no menos de cuatro o cinco moscas y moscones que morían atrapados en las ventanas cerradas de la casa y como último recurso, cada dos o tres meses, el niño abría la contraventana pequeñita de la buhardilla donde seguro que las moscas habían puesto huevos, habían nacido y criado y después fallecido en el pequeño reducto entre la contraventana interior y la ventana exterior, proporcionando de un golpe cien o doscientas moscas muertas: el criadero de moscas de Pi.
La Porteña no le hacía ni caso, excepto cuando Pi le tiraba a su espesa y polvorienta tela de araña dos o tres moscas, algunas veces vivas, otras de la reserva especial congelada del frasco donde guardaba sus recolecciones en el congelador del sótano. Jugar a la brisca con una araña era el último recurso contra el tedio y el aburrimiento.
El teléfono sonó en la planta segunda de la casa. Había un teléfono fijo, de los de antes, en una mesita en el pasillo. Muy pocas personas llamaban a aquel número fijo, solo los abuelos Martínez, el tío Zacarías y alguna compañía de teléfono que llamaba para proponer sus servicios, generalmente a la hora de la siesta. Pi acercó la oreja al hueco de la escalera y reconoció por la conversación que se trataba del tío Zacarías.
Pi salió escaleras abajo y se plantó al lado de papá tirándole de la camisa, pero papá hablaba en clave y estaba claro que no quería que Pi se enterase de qué estaban hablando.
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