El libro come cabezas del tío Zacarias.
Papá hacía sonar el claxon del viejo Citroën Dyane 6 a la puerta de la casa. No es que sonase mucho, era más bien un mortecino clamar como el lamento de un rorcual, pero mamá sabía que estaba nervioso e impaciente en el coche, ya dispuesto desde hacía rato.
Mamá aún no se había peinado y andaba tras Pi para que se lavase los dientes. Estarían tres días fuera de casa y Pi buscaba las moscas que se quedaban atrapadas en las ventanas de la casa, dándoles caza con un matamoscas y guardándolas en un frasco para dejar a su amiga La Porteña Maniaca, la araña de las escaleras del desván, con provisiones suficientes. Del pez Cartaginés II y de la gata Catarsis se ocuparían los abuelos.
Papá ya se había cansado de avisar con el claxon y estaba hojeando la guía Michelin de carreteras para buscar la salida de la autopista. El TomTom y él no eran buenos amigos: papá estaba muy orgulloso de su condición analógica.
Mamá se empezó a cabrear. Se escuchaban desde la calle las regañinas. Pi también estaba nervioso, y no era para menos: iban A CASA DEL TÍO ZACARÍAS.
Tío Zacarías era el mejor amigo de papá. Habían estudiado juntos la carrera, y era de esos tíos falsos que hay en todas las familias, una persona muy cercana que, al tener un fuerte apego con sus padres, se le había otorgado un rango familiar y honorífico de tío que no tenía de forma consanguínea pero si afectiva.
Zacarías Muchamiel era como Indiana Jones, pero de Benavente, una pequeña ciudad zamorana. Era hijo de una farmacéutica y del conservador del museo de historia de la localidad. Zacarías era arqueólogo, pero sobre todo gemólogo y lapidario.
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